Postagens populares

quinta-feira, 12 de abril de 2012

Carmela.

Era el año 1952, Carmela en aquel entonces tenía 13 años. Era una chica morocha, sin mucho encanto y poca educación. Carmela era hija de una madre soltera y tenía ocho hermanos. Como era de esperar, para la familia de Carmela la vida no era fácil.
Doña María, como se llamaba la madre de Carmela, lavaba la ropa sucia de los camioneros y de los que trabajaban con hacienda. Ganaba poco, así que Carmela, como era la mayor, tuvo que dejar la escuela para ponerse a trabajar y ayudar con las cuentas de la casa.
Doña María le había conseguido trabajo en un campo. Carmela se encargaba de limpiar la casa de los patrones, lavarles la ropa y limpiarles el jardín, mientras que en la casa de los peones, como una changuita extra, lavaba la ropa de algunos de los hombres junto con otras mujeres para ganar un peso más.
Carmela era aún muy chica. Como toda chica de trece años conservaba aún ciertas cosas de la niñez, pero tuvo que ir dejándolas para hacerse un espacio en el mundo que le tocaba vivir: Tenía que trabajar para ayudar con la comida en su casa y además tenía que ir buscando algún noviecito para no quedar para vestir santos.
Fue así que Carmela se dio cuenta que entre la peonada había un muchacho que la miraba y que le coqueteaba. Al principio creyó que la miraba con la curiosidad que ella miraba a los hombres, con esa ingenuidad que aún conservaba de criatura, pero con el tiempo empezó a darse cuenta que los intereses de ese pibe eran otros.
El tiempo pasó y Juan, “el peoncito mirón” como lo llamaba ella con las otras empleadas, empezó a acercarse a Carmela. Si no la convidaba con mate, de vez en cuando le pedía que le cebe alguno mientras el tocaba la guitarra. Astuta excusa del peón para hacerla escuchar sus canciones románticas.
Ya había pasado casi un año desde que Carmela había entrado a trabajar al campo. Era la época de Navidad y algunos empleados se iban a sus pueblos para festejar en familia, y otros se quedaban para servir a los patrones. Los dividían en dos grupos para que unos festejen Navidad en familia y los otros el Año Nuevo.
Como Carmela y Juan, junto con un par de pibes y pibas más, eran de los empleados más nuevos del campo, debían pagar derecho de piso y quedarse para Navidad en el campo mientras que los más viejos se iban al pueblo. Los festejos entre los empleados del campo eran casi idénticos a los festejos de los patrones. Siempre había mucha comida y mucha bebida.
Fue en la noche de Navidad de 1953 que Juan, un poco pasado de vino, se animó a pedirle un beso a Carmela. Carmela no supo qué responder y se quedó callada, por lo que Juan, medio borracho, le dijo - el que calla otorga – y la besó. La escena dejo anonadada a Carmela y huyó a la habitación que compartía con el resto de las empleadas.
Pasó una noche larga en la que casi no pudo dormir por culpa de su nerviosismo y de la alegría de que Juan la había besado. Esa noche soñó casi toda la noche despierta y cuando apenas vio las primeras luces del amanecer, se levantó de la cama de un salto y se fue a la cocina. Allí espero hasta que el resto de los empleados se levantaron. Los esperó con el mate listo y la galleta calentita en la mesa del patio. Ese día hicieron rápido las cosas del campo para organizar el almuerzo de los patrones.
Eran los últimos días de diciembre, ya casi llegaba Año Nuevo y era la fecha en que todos los que se habían quedado para Navidad podían irse a sus pueblos. Carmela, es claro, se fue para pasar el Año Nuevo en su casa, con sus hermanos y su madre. Juan, en cambio, como no tenía familia, se fue al pueblo donde vivía Carmela, donde pasó la cena en un bar de mala muerte.
Esa noche en el pueblo se hacía una gran fiesta en la que todos podían ir en familia a bailar y pasar la noche con los amigos y conocidos. Carmela fue al baile acompañada de la hermana que le seguía. Sorpresa se llevo Carmela cuando se dio cuenta de que Juan estaba en el mismo baile que ella. Se saludaron, Carmela lo presentó a la hermana y charlaron por un rato. Esa noche bailaron algunas canciones y luego Juan acompañó a Carmela y a su hermana hasta la casa.
Habían pasado ya las fiestas y estaban todos de vuelta en el campo. Entre la peonada y las sirvientas el único tema que había era el de las fiestas. Se contaban unos a otros, entre rondas de mate, cómo lo habían pasado y dónde. La exaltación de las fiestas duró poco: en poco tiempo estaban todos otra vez en su rutina y cumpliendo sus actividades.
La vida en el campo seguía como siempre, sin nada que la exasperase. Fue entre la tranquilidad del campo y lo aburrido de la rutina que Juan y Carmela empezaron a acercarse cada vez más. Tal vez por lo poco interesante que era la vida en el campo, tal vez porque a uno le interesaba el otro, no lo sé, pero cada vez estaban más juntos.
Fue con el paso de los días y la llegada del frío que ambos decidieron por fin ponerse de novios y armar los planes que todas las parejas arman: casarse, tener su casita, tener los hijos y tener trabajo. De a poco pretendían ir consiguiendo esas cosas, pero nunca imaginaron lo que sucedería con la llegada del invierno.
La casa de los patrones era muy grande y fría, por eso necesitaba mucha leña día a día para mantener una temperatura agradable. Para conseguir la leña de los patrones la peonada tenía que irse el día entero en carros tirados por caballos a un monte que estaba bastante lejos. Como en esta época se necesitaba muchos empleados para trabajar con la leña y el tema del monte, los patrones contrataban a algunos chilenos para que hicieran de hachadores.
En aquel entonces la mano de obra chilena era más barata y eran buenos trabajadores, además de que no representaban gastos en comida y hospedaje. Era por eso que los contrataban y los mezclaban con la peonada para tenerlos controlados adentro del campo. Los chilenos tenían mala fama dentro de los empleados rurales. Eran conocidos por borrachos, violentos y, a veces, por algún que otro asesinato que cometían monte adentro.
La peonada del campo tenía miedo de los chilenos. Estos que habían caído tenían mala fama y eran muy alcohólicos. Por esos motivos nunca iba un peón sólo a meterse entre ellos. Siempre iban de a tres o cuatro y con armas de fuego.
Era una tarde julio cuando el patrón le pidió a Juan que vaya a llamar a los chilenos. Estos estaban haciendo destrozos y hacía algunos días que venían peleando entre ellos. Cuando Carmela se enteró de que Juan tenía que ir al monte a meterse entre los chilenos se sintió muy mal. Quedó tan aterrorizada como el mismo Juan.
Juan salió para el monte después del medio día. Fue a caballo y sin armas. Lo único que tenía para defenderse por si pasaba algo era un cuchillo que usaba para comer asados. Así salió Juan cerca de las dos de la tarde. Carmela lo despidió con besos y abrazos porque temía no volver a verlo.
Pasó el tiempo y cayó el sol. Juan no aparecía por la casa de los patrones y mucho menos por la de los peones. Carmela empezaba a preocuparse y a imaginar finales oscuros. Era casi la hora de la cena cuando el patrón mandó a preguntar con una de las empleadas si Juan había llegado. La respuesta, obviamente, fue negativa.
La tardanza de Juan hizo que el patrón organizara una cuadrilla de hombres y que fuesen todos armados hasta donde los chilenos estaban. Cuando llegaron se encontraron con una escena realmente atroz, algo que jamás hubiesen imaginado que iba a suceder: Juan había sido decapitado y su cuerpo estaba siendo quemando en un fogón, mientras que la cabeza estaba tirada en el piso.
La situación hizo que se aplicara la fuerza. El patrón ordenó fuego contra los chilenos, empezando él mismo la matanza. De los chilenos murieron casi todos, otros escaparon monte adentro. La peonada volvió enseguida a la casa del campo y le contaron al resto de la gente lo que había sucedido.
Carmela entendió en ese mismo momento que todos sus planes se habían ido con Juan cuando fue asesinado. Entendió que ya no había futuro y se sintió desbastada. Dejó el trabajo en el campo al día siguiente y volvió a la casa de su madre para contarle lo sucedido e irse a trabajar de sirvienta a la ciudad.
Desde entonces y hasta hoy Carmela cada noche llena el dolor que le dejó la pérdida de Juan tomando vino. Dice que es para dormir tranquila y no despertarse con pesadillas. Hoy en día es una jubilada de 73 años que cobra muy poco dinero y que lo gasta, en su mayoría, en vino. Carmela se ha vuelto una borracha.

Nenhum comentário:

Postar um comentário